Hace
mucho tiempo en un pueblo en las montañas, vivía un ser humano igual que
cualquiera, parecido pero diferente.
Los
demás vivían sus vidas de manera rutinaria y establecida, pero él buscaba el
conocimiento y la sabiduría, en su corazón sentía que había algo más grande que
debía realizar, algo que pujaba desde su interior para manifestarse.
La
realidad ordinaria no lo satisfacía, veía que los demás gastaban sus vidas sin
ningún propósito espiritual, solo trabajando la tierra como esclavos para poder
comer y mantener a sus familias, penando de la mañana a la noche por las
dificultades de la vida.
Este ser humano prefería la compañía de los árboles, los
animales y el viento. Era libre, puro y no le preocupaba lo que los otros
pudieran pensar de él.
Con frecuencia se lo veía vagando por los bosques, jugando
con niños o ayudando al que lo necesitara, sin pedir nada a cambio.
Un día, mientras dormía en una cueva, soñó que veía su
propio cuerpo durmiendo. Salió entonces de la cueva, el cielo estaba despejado
y vio una infinidad de estrellas. Entonces, algo sucedió en su interior que
transformó su vida para siempre. Se miró las manos, sintió su cuerpo y oyó su
propia voz que decía: “Estoy hecho de luz; mi cuerpo es el mismo que el de las
estrellas”.
Miró al cielo de nuevo y se dio cuenta de que no son las
estrellas las que crean la luz, sino que es la luz la que crea las
estrellas. Entonces se dijo: “Todo está
hecho de luz y el espacio entre las cosas no está vacío”. Y supo que todo lo
que existe es un ser viviente, una misma conciencia y que la luz es la
mensajera de la vida, porque está viva y contiene toda la información.
Realizó además que si bien estaba hecho de estrellas, él no
era esas estrellas y que todo lo que existía y todo lo que podía percibir era
el reflejo de la única Luz.
Llamó entonces a esta luz verdadera, el gran Espíritu.
Y supo de inmediato que toda la Creación no era más que
una manifestación viviente de este Espíritu y que nada podía existir sin su
intervención.
Se dio cuenta que todas las cosas y todos los seres son el
Espíritu, que es en si mismo Luz y que todo en realidad reflejaba esta luz.
Llegó así a la conclusión de que la percepción humana es sólo luz que percibe
luz.
También se dio cuenta de que la materia es un espejo, se
dijo: “Todo es un espejo que refleja la luz verdadera y crea imágenes de esa
luz, y el mundo que parece tan sólido y real, es una ilusión, un Sueño, como
una niebla que nos impide ver lo que realmente somos, y lo que realmente somos
es pura luz. Y esta luz viva es amor”.
Este descubrimiento cambió su vida. Una vez que realizó quien era en verdad, miró a su alrededor y vio a otros seres humanos y al resto de la
naturaleza, y su asombro fue enorme. Se vio a sí mismo en todas los seres y cosas:
en cada ser humano, en cada animal, en cada árbol, en el agua, en las piedras,
en el viento, en las nubes, en la
Tierra y en el Cielo... Y vio que el Espíritu mezclaba los
reflejos de su Luz verdadera de distintas maneras para crear una infinidad de
manifestaciones, todas vivas, todas luminosas, todas compartiendo la misma
esencia.
En ese instante lo comprendió todo. Se sentía entusiasmado
y su corazón rebosaba paz. Estaba impaciente por contarles a los demás lo que
había descubierto. Pero no había palabras para explicarlo. Intentó describirlo,
pero los otros no lo entendían. Vieron que había cambiado, que algo muy bello
irradiaba de sus ojos y de su voz.
Ya no se parecía a nadie, aunque de hecho era igual.
El los comprendía muy bien a todos, pero nadie lo comprendía
a él.
Sus palabras eran francas y directas, y aunque a veces
parecían críticas estaban llenas de amor y compasión.
Creyeron que era un Santo o una encarnación de Dios; al
oírlo, él sonrió y dijo: “Es verdad. Soy Dios. Pero ustedes también lo son.
Todos somos iguales. Somos imágenes de luz. Somos Dios”.
Pero la gente seguía sin entenderlo.
Había descubierto que era un espejo para los demás, un
espejo en el que podía verse a sí mismo.
“Cada uno es un espejo”, repetía. Se veía en todos, pero
nadie se veía a sí mismo en él. Y comprendió que todos soñaban pero sin darse
cuenta de ello, sin saber lo que realmente eran. No podían verse a ellos mismos
en él porque había un muro de niebla entre los espejos.
Y ese muro de niebla estaba construido por la interpretación
que cada uno tenía de las imágenes de luz: este era el Sueño de los seres
humanos.
En ese instante realizó que pronto olvidaría todo lo que
había aprendido. Quería acordarse de todas las visiones que había tenido, así
que decidió llamarse a sí mismo “Espejo Neblinoso” para recordar siempre que su
cuerpo y toda la materia es un espejo y que la niebla que hay en medio es lo
que nos impide ver y realizar lo qué de verdad somos y lo que son los demás.
Entonces dijo: “Soy Espejo Neblinoso porque me veo en todos
ustedes, pero no podemos reconocernos mutuamente debido a la niebla que hay
entre nosotros. Esa niebla es el Sueño, y el espejo eres tú, el soñador”.
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