Vivimos en un universo inteligente.
La vida misma es una expresión de esta inteligencia. Esta inteligencia se manifiesta a través de ciertos principios o leyes. Podríamos decir que el universo tiene su manera de hacer las cosas. Y nosotros en tanto que individuos somos una manifestación de esta verdad.
Si observamos como funcionan las células del cuerpo humano, podemos aprender sobre estos principios.
Para empezar, nosotros mismos, fuimos originados a partir de una única célula fecundada, que al igual que un Big Bang se expandió y diferenció en múltiples órganos y tejidos, con estructuras y funciones diferentes pero formando parte de un único organismo, de una misma conciencia.
Y esta célula original o cigoto, plenipotencial, con la capacidad de crear a un individuo entero, que al cabo de un tiempo tendrá incluso su propia historia personal y sus características únicas, ¿de donde ha surgido sino del océano de la potencialidad pura?, del mismo vacío creador, que es el generador de todo lo que existe.
El ADN, nuestra herencia genética, es en realidad la expresión material de esta potencialidad.
El mismo ADN que encontramos en cada célula del cuerpo, se expresa de diferentes maneras para cumplir los requisitos particulares de cada una. Ya vemos que en nuestra misma naturaleza encontramos el principio de la pura potencialidad.
Si continuamos observando podremos notar que cada célula funciona a través del principio de dar. Una célula vive y permanece sana cuando está en estado de equilibrio y esta armonía se mantiene mediante un flujo constante de dar y recibir, este flujo es la esencia misma de la vida de la célula.
Cada célula da y colabora con el resto, y a cambio recibe alimento y protección de parte de las demás.
Cada célula sabe que hacer. Es la menor unidad de conciencia, puede dividirse, sentir, respirar, adaptarse, morir si es necesario.
Cuando este flujo vibrante de energía y materia se interrumpe, o se bloquea, aparece la enfermedad y la muerte.
Las células también cumplen su trabajo con tranquila eficiencia, sin esfuerzo y sin estrés, en un estado de armoniosa vigilancia.
A su vez, ya que son concientes, son sensibles a la intención y al deseo, que les permite organizarse y adaptarse a las necesidades del momento.
Hasta una intención simple como la de metabolizar una molécula de glucosa desencadena inmediatamente una sinfonía de sucesos en el cuerpo para secretar las cantidades exactas de hormonas en el momento preciso, a fin de convertir la molécula de azúcar en pura energía creativa.
La vida misma es una expresión de esta inteligencia. Esta inteligencia se manifiesta a través de ciertos principios o leyes. Podríamos decir que el universo tiene su manera de hacer las cosas. Y nosotros en tanto que individuos somos una manifestación de esta verdad.
Si observamos como funcionan las células del cuerpo humano, podemos aprender sobre estos principios.
Para empezar, nosotros mismos, fuimos originados a partir de una única célula fecundada, que al igual que un Big Bang se expandió y diferenció en múltiples órganos y tejidos, con estructuras y funciones diferentes pero formando parte de un único organismo, de una misma conciencia.
Y esta célula original o cigoto, plenipotencial, con la capacidad de crear a un individuo entero, que al cabo de un tiempo tendrá incluso su propia historia personal y sus características únicas, ¿de donde ha surgido sino del océano de la potencialidad pura?, del mismo vacío creador, que es el generador de todo lo que existe.
El ADN, nuestra herencia genética, es en realidad la expresión material de esta potencialidad.
El mismo ADN que encontramos en cada célula del cuerpo, se expresa de diferentes maneras para cumplir los requisitos particulares de cada una. Ya vemos que en nuestra misma naturaleza encontramos el principio de la pura potencialidad.
Si continuamos observando podremos notar que cada célula funciona a través del principio de dar. Una célula vive y permanece sana cuando está en estado de equilibrio y esta armonía se mantiene mediante un flujo constante de dar y recibir, este flujo es la esencia misma de la vida de la célula.
Cada célula da y colabora con el resto, y a cambio recibe alimento y protección de parte de las demás.
Cada célula sabe que hacer. Es la menor unidad de conciencia, puede dividirse, sentir, respirar, adaptarse, morir si es necesario.
Cuando este flujo vibrante de energía y materia se interrumpe, o se bloquea, aparece la enfermedad y la muerte.
Las células también cumplen su trabajo con tranquila eficiencia, sin esfuerzo y sin estrés, en un estado de armoniosa vigilancia.
A su vez, ya que son concientes, son sensibles a la intención y al deseo, que les permite organizarse y adaptarse a las necesidades del momento.
Hasta una intención simple como la de metabolizar una molécula de glucosa desencadena inmediatamente una sinfonía de sucesos en el cuerpo para secretar las cantidades exactas de hormonas en el momento preciso, a fin de convertir la molécula de azúcar en pura energía creativa.
Se sabe que la leche que la madre produce en el momento de la lactancia, contiene exactamente los nutrientes (vitaminas, aminoácidos, hidratos de carbono, inmunoglobulinas, etc,) que el recién nacido necesita en ese preciso momento.
Desde luego, cada célula conoce y expresa el principio del desapego. No se aferra al resultado de sus intenciones. No duda ni teme porque su comportamiento es función de una conciencia centrada en la vida y en el momento presente.
Y cuanto más libertad tiene la célula para expresarse y mostrar su naturaleza, su individualidad, y todo lo que “sabe” hacer, mejor funciona el organismo en su conjunto.
Todas las células se originan en el campo de la potencialidad pura, y por ende están conectadas a la conciencia, a la inteligencia del universo. Y como están directamente enlazadas con ese computador cósmico, pueden expresar sus talentos únicos con toda facilidad y conciencia atemporal. Sólo expresando sus habilidades únicas pueden mantener tanto su propia integridad como la de todo el cuerpo.
Observando el comportamiento de las células de nuestro cuerpo, podemos ver la expresión de la verdadera esencia del universo. Esa es la genialidad de la inteligencia de la naturaleza.
Son los pensamientos de Dios; lo demás son sólo detalles, decía Einstein.
Conociendo y respetando estos principios podemos alcanzar el dominio, la maestría de nosotros mismos.
Es importante no solo comprenderlo con el pensamiento, sino experimentarlo con la totalidad de nuestra existencia, por medio del silencio, de la meditación, de la observación y de la reflexión profunda, de la comunión con la naturaleza,
Podemos comprender que al igual que cada una de nuestras células son parte de una totalidad, de una unidad, mucho más grande, que resultamos nosotros. Cada uno es una célula más en el cuerpo del universo. Y de la misma forma somos parte de su conciencia, de su flujo ilimitado de energía y transformación.
Desde la perspectiva del universo, de Dios, dar no es una virtud, es simplemente parte de su naturaleza de abundancia y desinterés.
Y como somos parte de esta inteligencia y de este flujo universal podemos dar lo que mas buscamos y debemos soltar lo que mas tememos perder.
Somos responsables de nuestra vida, porque tenemos la capacidad de crearla, de moldearla, de conducirla, de convertirla en un paraiso o un campo de lágrimas. Así de simple, así de difícil.
Cuando despejemos las dudas, los obstáculos, los viejos condicionamientos, podremos entonces conocer el verdadero propósito de nuestra existencia. Y vivir una vida auténtica, creativa y feliz, participando concientemente del flujo ilimitado de energía y felicidad que nos rodea y nos anima. La vuelta al origen, a la condición normal y armoniosa. Home sweet home.
Nuestra vida es solo un pequeño paréntesis en la eternidad.
Un breve momento que nos es dado, y si aprendemos a considerarnos como parte de ese “todo” universal y podemos compartir con los demás, serenamente, con alegría y amor, con inteligencia, crearemos abundancia y felicidad para todos.
Entonces este breve momento habrá valido la pena.
Lo que se dice: “una vida que merece ser vivida”